A estas alturas de la vida, no me alcanza la memoria para recordar cuál fue el origen de esa situación o por qué estábamos hablando de algo que hoy puede parecer ridículo, obvio o intrascendente, pero de lo que saqué una de las lecciones imprescindibles de la vida.
Tampoco recuerdo qué edad tendría por aquél entonces, pero sí sé que era en esa época en la que vas al colegio pero todavía no tienes asignaturas, sino que te encuentras en un estado de ignorancia tal, que no es posible abarcar o delimitar el conocimiento en estructuras temáticas.
Sin embargo me recuerdo consciente de mi existencia, de mi individualidad y de mi capacidad de raciocinio. Recuerdo estar sentado en un pupitre de madera blanca en un aula luminosa que se comunicaba con la de los mayores por una puerta situada junto a la pizarra.
Delante de mí, un libro abierto, con muchas ilustraciones para captar la atención de una mente despistadiza, despierta y reflexiva, como recuerdo que tenía. Viñetas y dibujos que me parecían demasiado infantiles para el grado de madurez que percibía en mí mismo.
Como suspendida en el aire, la profesora lanzó una pregunta de esas que le gustaba formular a menudo para evaluar el desarrollo de nuestras pequeñas y recién estrenadas mentes. En una ocasión nos preguntó cómo se secaba la ropa tendida, a lo que nadie logró encontrar una respuesta que explicara qué pasaba con el agua tras ser secada por el sol. La respuesta esperada, la evaporación, nos sonó a todos a complicado proceso de ciencia avanzada.
En este caso, la pregunta parecía más sencilla: cuántos de nosotros pensábamos que los patos podían volar.
Inmediatamente mi cabeza comenzó a buscar a gran velocidad entre las escasas imágenes que conformaban el archivo visual de mi memoria, una que pudiera dar respuesta al enigma planteado. Y la encontré, imaginé un pato volando y no me pareció una imagen incoherente o alejada de la realidad. Rápidamente me dispuse a levantar la mano, pero al comprobar que era el único que lo hacía en toda la clase, la firmeza inicial se convirtió en inseguridad y terminé bajando la mano, ante la mirada incrédula de la profesora.
Entonces reformuló la pregunta a la inversa: quién pensaba que los patos no podían volar.
Una bandada de brazos se elevó a toda velocidad y la mía las siguió, como movida por el efecto hipnótico del rebufo o tratando de camuflarse en la multitud de la unanimidad. Sin apartar su vista de mí en ningún momento, la profesora se fue acercando lentamente hasta mi pupitre, se inclinó hasta mi altura y mirándome a los ojos, como tratando de abrir una brecha en mi entendimiento junto a las cosas que no se olvidan nunca, me dijo:
«Quiero que recuerdes esto que te voy a decir, porque te va a servir durante toda tu vida: nunca, nunca, nunca dudes de lo que piensas, aunque todo el mundo esté en contra, si tú estás seguro de ello, defiende tu opinión.»
Dos profesoras tuve en preescolar, una se llamaba Isabel y la otra Paqui, y aunque no recuerdo a cuál de las dos debo atribuir estas palabras, es una lección que a veces pienso que aún no he acabado de aprender.