Dame señor un hijo que sea lo bastante fuerte para saber cuando es débil y lo bastante valeroso para enfrentarse a sí mismo cuando sienta miedo.
Un hijo que sea orgulloso e inflexible en la derrota, humilde y magnánimo en la victoria.
Dame un hijo que nunca doble la espalda cuando deba erguir el pecho. Un hijo que sepa conocerte a ti y conocerse a sí mismo.
Condúcelo no por el camino cómodo y fácil sino por el camino áspero, aguijoneado por las dificultades y los retos, y ahí, déjalo sostenerse firme en la tempestad, y a sentir compasión por los que fallan.
Dame un hijo cuyo corazón sea claro, cuyos ideales sean altos, un hijo que se domine a sí mismo antes que pretenda dominar a los demás; un hijo que aprenda a reír, pero también a llorar.
Un hijo que avance hacia el futuro pero que nunca se olvide del pasado. Y después que le hayas dado todo eso, agrégale, te lo suplico, suficiente sentido del humor, de modo que pueda siempre ser serio pero que no se tome a sí mismo demasiado en serio. Dale humildad para que pueda recordad siempre la sencillez de la verdadera grandeza, la imparcialidad de la verdadera sabiduría, y la mansedumbre de la verdadera fuerza.
Entonces yo, su padre, me atreverá a murmurar: no he vivido en vano.